Un poeta

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Eduardo Mitre se mueve lento y habla lento. No es cosa de la edad, de la que se ocupa tanto en su nuevo libro, La última adolescencia. Eduardo ya hablaba y se movía y comía y bebía con lentitud cuando yo lo conocí, en Granada, al final de los años ochenta. En su manera de tomar una tapa y de beber una caña en la barra de un bar del Albaicín había algo de sacramental. Una concentración, un éxtasis de lo cotidiano. A mí me hacía imaginarme a sus antepasados palestinos partiendo un pan con las manos. Eduardo era entonces profesor en Dartmouth College. Viajaba a Granada en programas de intercambio con alumnos de la universidad. En algunos de sus poemas más sobrecogedores habla de la sensación de descubrir a lo lejos la Alhambra y acordarse de su padre, que soñaba con visitarla desde su destierro en el Altiplano y no pudo nunca. Nos escribíamos cartas en papel cuando se escribían cartas y luego nos hemos escrito correos electrónicos durante las largas ausencias. Eduardo dejó Dartmouth, vivió en Bruselas, vivió de nuevo en Bolivia, volvió a Estados Unidos. Nos encontramos en Boston en la primavera de 1993. Con su mujer, Marta Beatriz, con su hijo Gabriel, que tenía entonces unos diez años, y algún otro amigo, anduvimos paseando por una malecón con mucha niebla y muchas gaviotas. El amigo porteño le hacía bromas a Eduardo sobre la falta de mar en Bolivia:

-En Bolivia, ¿tienen gaviotas?

Y Eduardo respondía con una especie de antigua paciencia:

-Claro que sí. Les llamamos cóndores.

Luego yo vine a Nueva York y Eduardo estaba ya viviendo aquí. Ahora es profesor en la universidad de Saint John’s, en Queens, que es la misma en la que yo imaginé que había trabajado un personaje mío, el ex comandante Galaz. Nueva York se ha filtrado en su poesía como un agua lenta y persistente. Dice Elvira que una vez iba por una acera de la Quinta Avenida, a media mañana, y advirtió a lo lejos que en el barullo rápido de la gente había un par de figuras mucho más lentas, que chocaban con la velocidad del entorno. Éramos Eduardo y yo. De vez en cuando lo llevé a mis clases para que les hablara de poesía a los estudiantes. Se quedaban impresionados por su delicadeza y su talento. Hace dos años, en uno de mis restaurantes favoritos, La Flor de Mayo, un chino-peruano de comida popular exquisita y barata, le conté la novela que estaba escribiendo. El otro día se la traje dedicada. Él me trajo su último libro de poemas. Hay pasajes de austeridad sentenciosa que están entre Jorge Manrique y Marco Aurelio. Eduardo llama “última adolescencia” al umbral de la vejez: un nuevo desbordamiento de fragilidad ilusionada, ahora atemperado por el conocimiento, pero no por la amargura, y menos aún por el cinismo. El libro lo ha publicado Pre-Textos. Eduardo y yo nos juntamos para comer en un sitio de pescado que me gusta mucho -el Atlantic Grill, cerca de Lincoln Center- y para celebrar el regreso nos tomamos un par de vasos de vino, lujo que roza lo insensato en esta ciudad, pero que quizás por eso es más placentero. Eduardo paladea el vino como si estuviera consagrado. Me apetece copiar aquí uno de sus poemas, que se titula Intima:

Cada vez más pienso en ti

ya sin imágenes,

sin recordarte casi.

 

Te me has vuelto un adentro

donde no cabe nadie

sino la luz y el aire

 

y tu nombre esquivo

como una mariposa

posada en el silencio

 

lista para alzar el vuelo

apenas mis labios

se aproximan para nombrarte