Afrancesados

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La palabra “afrancesado” no tiene equivalente en francés. El afrancesamiento ha sido una afición o una aspiración española de siglos, cultural y también política, no siempre conectada con alguna realidad francesa, sino más bien con un sueño, un ideal que era el negativo exacto de muchas de las cosas que lamentábamos aquí. El afrancesamiento nació en el siglo XVIII como una querencia por la Ilustración, y duró quizás hasta los años setenta del siglo pasado, ya irreconocible, convertido en moda de radicalismo prochino o de impenetrable jerga filosófica. Me acuerdo de un conocido de entonces abriendo su maleta después de un verano en París, como si abriera el cofre de un tesoro: folletos maoístas, especulaciones de grandes cerebros sobre la Gran Revolución Cultural Proletaria, etcétera; también una revista de resplandecientes mujeres desnudas que se llamaba Lui. Para entonces, la transparencia magnífica y la agudeza irreverente de la lengua francesa que vivificó a nuestros ilustrados se habían desfigurado en palabrería abstrusa que no significaba nada y que era recibida como los dictámenes de un oráculo más sagrado aún por ser inaccesible. Los pisos alquilados de estudiantes de izquierdas con aspiraciones intelectuales olían a aceite de girasol y a humo de tabaco negro, y contaban con estanterías hechas de tablas y ladrillos en los que no faltaban nunca las traducciones del francés publicadas por Siglo XXI: Althusser, Nicos Poulantzas, Deleuze.

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