Bella Edimburgo

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Qué ciudad, Edimburgo. He tenido la suerte, excepcional según los nativos, de disfrutar cuatro días seguidos de sol, casi de Indian summer o veranillo de San Miguel. El domingo había niebla y lloviznaba mientras José Saval nos llevaba en su coche por campos verdes y colinas de bosques a un pueblo que está en la orilla del fiordo, Queensferry, y que tiene uno de los puentes de hierro más bellos del mundo, el Forth Bridge, rojo enmedio de la neblina donde planean y gritan las gaviotas. Olía a mar y a limo y a algas. En una posada como de otro siglo, con techos bajos y fuego encendido, tomamos una cerveza memorable -una ale color de ámbar- junto a una ventana que daba al puente. Si no fuera del sur no me atraería tanto el norte.

Edimburgo es una ciudad de piedra, no de ladrillo rojizo, como uno esperaba, una piedra clara que parece arenisca oscurecida por la humedad y la lluvia. Ir por ella provoca un continuo sobresalto topográfico: hay zanjas profundas, espacios planos que se curvan de pronto hacia un horizonte lejano, calles en cuesta, puentes que pasan sobre ellas. Y hay, sobre todo, la perspectiva extraordinaria del castillo en lo más alto, sobre un murallón como de acantilado, un castillo de decorado truculento de novela gótica y película de miedo. En Princes Street, la calle principal, se levanta como un cohete espacial neogótico el monumento a Walter Scott, del que asegura la guía que es el monumento más grande que existe en el mundo dedicado a un escritor. En lo alto de una escalinata, debajo de las cresterías y las ojivas, el pobre Walter Scott parece más abrumado que halagado, con cara de circunstancias, desconcertado por una gloria escesiva, incómodo entre tanto boato.

Edimburgo cuenta con una gran población juvenil de emigrantes españoles y otra casi igual de numerosa de estatuas de bronce. Algunas de ellas tienen una alta categoría novelesca: la estatua del doctor Livingstone, el bajorreliveve bellísimo de R.L. Stevenson en la catedral de St. Gilles, la estatua de Adam Smith, la del admirable David Hume, al que han vestido con una túnica de romano que él probablemente habría encontrado excesiva. Al pie de la estatua de Hume había uno de esos puestos de adoctrinamiento bíblico que se ven ahora por las calles. No creo que los aspirantes a predicadores que ofrecían folletos con citas del Apocalipsis y avisos sobre el fin del mundo cayeran en la cuenta de que estaban a la sombra de uno de los más lúcidos demoledores de las fantasías de la religión.

En el bar del hotel, ronde reinaba un silencio rumoroso de sala de estudio, una pared entera estaba ocupada por una estantería; y en sus anaqueles, ordenadas por orden alfabético, las botellas de cada una de las marcas de whisky de malta de Escocia. El camarero, con gafas de profesor y falda tradicional, manejaba una erudición inagotable. Hablaba de variedades, lugares de origen, condiciones climáticas, colores, aromas, texturas, como de ediciones recónditas y raras copias manuscritas. Vertía el whisky en una copa pequeña en forma de tulipa, no desde la botella, sino desde un medidor del tamaño de un dedal, con la precisión escrupulosa de un químico.

Pero en la National Gallery of Scotland no estaba la Mujer friendo huevos de Velázquez. Pregunté, no sin cierta desolación, y me dijeron que la habían prestado para una exposición en Australia.