Instantánea

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Estaba quitándole el candado a la bici en la acera de la calle 79, cerca de la esquina de Madison, y al mirar al otro lado vi bajo la marquesina de un edificio de mucho lujo una silueta menuda y blanca que era Tom Wolfe, vestido implacablemente de Tom Wolfe, como Superman va vestido de Superman o Pablo Iglesias de Pablo Iglesias. Hace bastantes años, en uno de mis primeros viajes, lo vi también, por esta misma zona, andando muy rápido, el pelo rubio y tenue, la cabeza de huevo, la cara rosada, la camisa rosa, el traje blanco, el chaleco blanco, los zapatos blancos, las polainas, apresurándose por la acera muy ancha de la Quinta Avenida, vestido como en una película musical o en unos dibujos animados antiguos. El Pato Donald llevaba unas polainas parecidas. Haber venido a Nueva York y ver a Tom Wolfe era la comprobación asombrada de que uno estaba de verdad en la ciudad, no en un decorado de cine. Ayer Tom Wolfe era exactamente el mismo, con una diferencia: ahora ese hombre vestido de Tom Wolfe es un viejecillo, muy encorvado, más menudo, como un garabato, con un sombrero blanco completando el traje blanco y los zapatos blancos, esperando a la sombra a que el doorman de su edificio opulento, con uniforme galonado y gorra de plato, le consiguiera un taxi, cansado e impaciente porque el taxi tardaba en aparecer, a la hora punta del mediodía. En la gran celebridad vista de cerca siempre hay una cosa triste.