El museo junto al río

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En las calles del Meatpacking District que llevan al nuevo Museo Whitney el pavimiento sigue siendo el de hace veinte o treinta años, el mismo que pisaba uno cuando este barrio, todavía a finales de los noventa, olía intensamente a carne picada y a carne podrida, a sangre y a sebo, a los residuos últimos y a las carcasas peladas de los animales sacrificados en los mataderos. Desde antes del amanecer rugían los camiones que cargaban y descargaban en las dársenas de los almacenes. En cuanto caía la noche quedaban muy pocas luces, y en el silencio duraban los olores inmundos a materia orgánica corrompida y a grasa quemada. Los adoquines del pavimento tenían en el aire impregnado de la humedad del río un brillo de grasa. El pavimento estaba unas veces hundido y otras levantado por el peso de los camiones, y en las zonas en que los adoquines habían sido cubiertos de asfalto había socavones traicioneros. Hasta no mucho antes, la orilla cercana había sido una sucesión de ruinas que se volvían más amenazadoras en la oscuridad: muelles abandonados, terminales de buques de carga o de transatlánticos, solares vallados, aparcamientos abismales.

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