Temperatura variable

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Nada como carecer de algo para agradecerlo cuando llega. El buen tiempo deja una sensación de irrealidad después de un invierno que ha sido el más duro en casi un siglo. Las cosas comunes parecen soñadas, demasiado gustosas para ser verdaderas: bajar en bicicleta por la orilla del río y cruzar el West Village, en la penumbra fresca de las mañanas, camino de la universidad; salir a la caída de la tarde para comprar algo en el supermercado o en la tienda de vinos; salir en camisa, con una chaqueta ligera, no sentir frío, no encogerse contra la nieve racheada ni contral el viento hostil; simplemente caminar por la acera, cuando atardece, las primeras ventanas iluminadas en los edificios, el cielo azul marino entre las ramas todavía peladas de los árboles, que este año tardan en florecer y echar las hojas más que nunca.

Pero nada dura, desde luego. El que vive aquí lo sabe, y no se confía, y procura aprovechar lo inmediato, porque mañana el tiempo se habrá estropeado, mañana o dentro de unas horas, en esta isla atlántica abierta a todos los vientos.

A todo eso hay que añadir la insensatez humana. En cuanto acaba el frío en la calle, termina el calor tórrido de las calefacciones y empieza el otro frío antártico de los interiores americanos. Después de dos horas en el despacho de la universidad me quedo helado. Como es un edificio inteligente, el aire acondicionado no se puede regular. En su propaganda la universidad asegura su compromiso con el reciclaje, la sostenibilidad, etc. Durante la clase chorros de frío nos van helando poco a poco, a pesar del entusiasmo de las conversaciones sobre literatura. En el metro el chorro de frío me da directamente en la nuca. Se ve que no hay que cesar en el apoyo a la compañías petrolíferas, ahora que ya no reciben sus merecidos ingresos por el gasóleo de las calefacciones. A partir de ahora y hasta el principio del otoño habrá que aguantar este otro frío para el que la evolución nos dejó inermes a los mediterréaneos. En el vagón del metro, casi tan frío como un tren siberiano, yo parecía el único pasajero que notaba la helada.