Marca España

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Me llama desde Madrid Winston Manrique, que está haciendo un reportaje sobre el ya fatigoso asunto del español y lo hispánico en Estados Unidos, que suele dar ocasión a despliegues de triunfalismo estadístico, muy adecuados para la oratoria oficial, pero más ridículos que nunca en estos tiempos de penuria y repliegue. La cuestión no es que haya, según el censo, unos cincuenta millones de personas que declaran que el español es su lengua materna. Habrá que preguntarse cuantos canales no bochornosos de televisión emiten en ese idioma, cuántas emisoras de radio, cuántos medios impresos o digitales de calidad se publican en ella, qué presencia tienen, en el panorama general de la cultura, las películas, los libros las obras de teatro, tanto en la lengua original como traducidas, cuántas editoriales de calidad hay, cuántos libros en español se venden, cuántos se traducen y se publican con algo de visibilidad, etc. La respuesta a cada una de esas preguntas es más bien desoladora.

Y en la conversación sale un pequeño detalle: el mes pasado, cuando tuve en el Cervantes ese grato encuentro público con Colm Tóibín, quise leer algún pasaje de mi última novela, pero no pude, porque no había ningún ejemplar en la biblioteca. La biblioteca del Instituto Cervantes de Nueva York, una de las mejores de Estados Unidos en literatura en español -y con importantes fondos en catalán, euskera y gallego-, una biblioteca histórica a la que llegaron los legados de muchas bibliotecas particulares del exilio, no tiene dinero para comprar libros. Nada. Cero. Bibliotecarios vocacionales hacen lo imposible por mantener a pesar de todo un servicio digno. En una ciudad como ésta hay pocos vehículos más seguros de difusión de una cultura entre la gente interesada que una biblioteca accesible y bien surtida. A esos figurones gubernamentales que ponen la voz campanuda para hablar de la marca España y contar triunfalmente millones de hispanos se les tendría que caer la cara de vergüenza, si les quedara alguna. No hay muchos países con un patrimonio cultural y lingüístico que pudiera ser una fuente tan sólida y perdurable de prosperidad, de buenos puestos de trabajo, de prestigio exterior: y no creo que haya tampoco muchos en el que los gobiernos pongan tal empeño en perjudicar y destruir ese patrimonio, no sin la colaboración de una parte de la ciudadanía, que acepta con indiferencia y hasta con desdén un despojo irreparable, del que también ella es víctima, aunque no lo sepa o no quiera saberlo.