Dulce fugacidad

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Para visto y no visto el regalo de la primavera en NY. Ayer cruzaba Washington Square camino de clase y parecía que estuviera en otra ciudad, en otro país, en otra estación. Incluso parecía que yo no era el mismo de estas últimas semanas. El sol y la brisa suave daban una doble caricia. No hacía falta ir con gorro ni llevar abrochado el chaquetón, que de repente pesaba. Había algo inexplicable en los montones de nieve. Parecía que la nevada que anegó la ciudad hace solo unos días hubiera sucedido meses atrás, en otro invierno. Como ha cambiado la hora, a las seis, cuando salí de clase, todavía estaban llenos de sol los pisos altos de los edificios. Ya se veían piernas valientes sin medias, un hombro redondo y temerario bajo el tirante de una camiseta, en un banco al sol.

La mañana de hoy tenía algo de prolongación inmerecida: clamores de pájaros a primera hora, en los árboles todavía pelados. Pero poco a poco el día se agrisa, lo que vuelve más fea la nieve sucia que sigue sin desaparecer. Y ahora diluvia. La primavera en Nueva York seduce más porque es una aparición intermitente. Casi en el momento mismo que llega ya estás recordándola. La lluvia tenaz vuelve a llenar el metro de caras invernales.