Algo escrito en la cara

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Algo tiene que llevar uno escrito en la cara. Había conseguido dos entradas para la Filarmónica de Viena en Carnegie Hall, pero Elvira no se encontraba bien y fui solo. La Filarmónica de Viena tocando la 2ª y la 4ª sinfonías de Brahms es una expectativa segura de felicidad. Pensé que tenía que vender la entrada, pero me daba vergüenza, y además estaba el detalle de la compañía inevitable. Soy demasiado sensible a la presencia de otros, y no me gusta que me distraigan de la música, así que a los conciertos procuro ir solo o en una compañía de toda confianza, porque no quiero andar preguntándome si el otro estará disfrutando o se estará aburriendo. Llegué pronto, para recoger sin apuro mis entradas y no ponerme nervioso. Un letrero rojo de SOLD OUT atravesaba el cartel del concierto. En la acera había gente que buscaba entradas y que las ofrecía, no sin una cierta cautela como de mercado negro. Pensé que era indigno vender una entrada, aunque la hubiera comprado yo mismo. Pensé que si la vendía inevitablemente iba a tener que conversar con mi compañero o compañera de butaca. Por pereza más que por dignidad renuncié a la venta y entré al vestíbulo, ya ocupado por una multitud. Entre toda esa gente un hombre diminuto y anciano se me quedó mirando. Algo lleva uno escrito en la cara. En torno a la calva rosada tenía una melena blanca, muy tenue, rizada, como de volutas de algodón, las cejas muy pobladas, un gran bigote blanco, una nariz aguileña, unas zapatillas de deporte como adecuadas para un hombre mucho más alto que él. Sobre la pelambre de la ceja derecha relucía un gran lobanillo de color de ciruela. Me preguntó si tenía una entrada de sobra. Le dije que sí, que si quería comprarla. Me dijo que comprarla no, que se la regalara. Era compositor, artista. Dependía de mí que él pudiera ver esa noche a la Filarmónica de Viena.

Le di la entrada. La miró como para asegurarse de que no era falsa y luego me miró a mí, y echó a andar entre la gente, hacia la escalera de acceso al patio de butacas. No sabía si sentirme generoso o si sentirme tonto. Como era inevitable me encontré con el hombrecillo en la butaca al lado de la mía. En esa gran concavidad de Carnegie Hall era más diminuto todavía. Se había quitado el chaquetón y pude ver bien su traje a cuadros, su camilla a rayas, su corbata de colores, el pañuelo que le sobresalía del bolsillo de la chaqueta como la cabeza de un papagayo.

Había tiempo por delante. Como llego tan pronto para no ponerme nervioso faltaba casi media hora para que comenzara el concierto. No quería que el hombrecillo me distrajera de mi espectativa tan deseada, pero tampoco podía hacer como que no lo tenía al lado, maravillado de encontrarse allí, descargándose del abrigo, la bufanda, un bolso de costado, una bolsa grande de las que se usan para llevar la compra, tan llena de cosas que el hombre no la abarcaba entre sus brazos. Me dijo que llevaba cuarenta años en Nueva York, en Queens, pero que había nacido en Israel. Bello país, me dijo, ¿usted lo conoce? ¿ha estado allí? Le dije que sí, que dos veces, pero él ya andaba en otras cosas. Me dijo que era compositor, y que había ideado un sistema propio de notación, de modo que no le hacía falta saber solfeo. Cantaba sus propias composiciones a capella y las grababa en un cassette. Dijo cassette. Aunque también era poeta, bailarín y fotógrafo. Tom Wolfe, me dijo, ¿me sonaba el nombre? Contesté que sí. Tom es gran amigo mío, me dijo. Le recito mis poemas y él me pide que lo haga una y otra vez. ¿Había oído yo hablar de Dudamel? ¿Gustavo Dudamel? Una vez él, el hombrecillo, subió al escenario mientras Dudamel dirigía a la orquesta Simón Bolívar en el mambo de West Side Story, se puso a bailar entusiasmado y le tendió la mano, y Gustavo, en vez de echarlo, le dio un abrazo y siguió dirigiendo, la primera vez que un director de orquesta saluda en escena a un miembro del público.

Me dijo que él creía en la inspiración más que en la técnica. Simon Rattle, Sir Simon Rattle, ¿me sonaba el nombre? Una persona estupenda. Una vez se acercó a él en una recepción y le explicó durante casi una idea sus ideas sobre la composición y la dirección de orquesta, y Simon, Sir Simon, le dijo que eran ideas excelentes. Lástima que una secretaria maleducada se lo llevó a otra parte, visiblemente contra su voluntad. Sir Simon Rattle tenía el pelo tan rizado como Gustavo, pero el de Gustavo era negro, y el de Simon rubio. Él se concentraba ya la música le venía, irresistiblemente, la música o lo que fuera, un poema, la idea para una película, una coreografía. Ahora estaba intentando introducirse en el mundo de la coreografía. Le dije que era un hombre de muchas habilidades, “a man of many hats”. Muchos, me contestó, complacido, “lots of them”. Me imaginé los sombreros acumulándose sobre su cráneo calvo, sobre su melena blanca desplegada. El lobanillo le relucía como una bombilla a a un lado de la frente un poco sudorosa, sobre las cejas desaforadas. Me dijo que todo era cuestión de saber concentrarse: él no se distraía como al gente joven, no tenía correo electrónico, ni Facebook, ni nada, solo su inspiración. ¿Tendría el pelo rizado el director de esta noche? Le dije que no lo sabía.

Era Daniele Gatti y tenía el pelo liso. Cuando salió al escenario y se apagaron los aplausos el hombrecillo me seguía hablando al oído. Aunque era muy pulcro olía un poco a pis. Tenía la bolsa enorme sobre las rodillas. Empezó la Segunda de Brahms y a los pocos minutos miré de soslayo hacia él y estaba dormido, casi roncando, la cabeza blanca apoyada sobre la bolsa como sobre una almohada.