El retrato incesante

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La señora Cézanne se ponía un vestido, se sujetaba el pelo en un moño, se sentaba en una silla o en un sillón con las manos juntas sobre el regazo y se quedaba inmóvil durante horas, nunca sabía con antelación cuántas, inmóvil y callada, porque a su marido no le gustaba que lo distrajeran, mirando al vacío, o mirándolo a él de soslayo, casi siempre cuando él no tenía los ojos alzados hacia ella, los ojos fijos y a la vez tan ausentes, entre la observación casi clínica y el puro ensimismamiento. Una vez él le había ordenado a una modelo: “¡Sé una manzana!”. A su mujer no tenía que darle esas instrucciones, porque llevaba viviendo con él y posando para él desde que ella tenía 19 años, una de esas muchachas de clase obrera a las que los pintores usaban como modelos y a las que hacían sus amantes. Ella posaba en una escuela de pintura y ganaba algo más de dinero trabajando como encuadernadora. En muchos de los retratos que le hizo él tiene las manos juntas, en el regazo del vestido, unas manos fuertes que se ven más detalladas en los dibujos.

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Seguir leyendo en EL PAÍS (21/02/2015)