El asedio

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A las cuatro de la tarde cerraron la universidad. Por Washington Square la gente andaba entre determinada y aturdida bajo la nieve. La niebla había suprimido todos los edificios altos. Desde la desembocadura de la Quinta Avenida, mirando hacia el norte, Manhattan era una isla sin rascacielos, un telón brumoso en el que resaltaban las luces en las ventanas de los edificios y las manchas intermitentes de color de los semáforos. Pero no hacía viento y era grato ir por la calle, bajo chaquetones, jerseys, gorros, con las orejas protegidas por el bufandón de lana que tejió Elena para mi cumpleaños, calidez de familia a distancia. Los andenes del metro parecían una estación de tren invernal en Ucrania o Siberia. Porque íbamos todos tan forrados en abrigos la muchedumbre estaba más apretada. Por los altavoces, siempre desastrosos, se oían con dificultad fragmentos de advertencias amenazadoras. Se esperaban vientos de noventa millas por hora que dejarían una visibilidad cero. Se anunciaba una acumulación de tres pies de nieve. A partir de las once de la noche dejarían de circular el metro y los autobuses y estaría prohibido el tráfico privado. Era como un éxodo multitudinario por túneles y escaleras donde chapoteaban las pisadas, el barro y la nieve traídos por las botas de los pasajeros, una hosquedad silenciosa, un fluir sombrío pero también disciplinado.

Salí a la calle después de las once de la noche. Nunca había conocido en la ciudad un silencio tan completo. El cruce de Broadway y la calle 106 era un ancho desierto de nieve en el que no existían diferencias entre aceras y calzadas. Los semáforos de las esquinas parpadeaban para nadie. La risa de una mujer que salía de un bar recién cerrado resonó con una fantástica nitidez en toda la calle. Veía a lo lejos siluetas muy abrigadas y solitarias de otras personas que paseaban a sus perros, complaciéndose en cruzar despacio la avenida sin coches. La nieve amortiguaba los sonidos y a la vez los transportaba muy lejos. Mucho antes de que aparecieran los camiones con las planchas quitanieves se oía su clamor poderoso de arrastre. Hasta las tiendas y los sitios de comida rápida que permanecen abiertos las veinticuatro horas estaban cerrados: pero les habían dejado las luces encendidas, de modo que un McDonald’s o un KFC irradiaban una soledad de abandono. Era una ciudad evacuada antes de la llegada de un invasor, una ciudad encerrada en sí misma en espera de un asedio. La nieve acumulada, muy suelta, en los tramos que no había pisado nadie, crujía gratamente bajo las suelas de mis botas. Percibía el presente con la misma claridad que los sonidos, como veía el dibujo de una rama proyectada sobre la nieve por la luz de una farola. Y al mismo tiempo me parecía que estaba habitando el pasado, y que por eso el silencio era tan profundo.