Otro Gershwin

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Uno ama hasta una cierta edad las películas sin saber que alguien las ha dirigido, y los libros sin pensar que tienen autor. También puede enamorarse para toda la vida de una música y solo al cabo de mucho tiempo enterarse de quién la compuso. Yo tendría 14 o 15 años cuando escuché por primera vez una música de George Gershwin, pero ese nombre tardé bastante en descubrirlo, y la canción suya que me hizo tanta impresión, Summertime, creí que pertenecía a quien la cantaba, que era Janis Joplin. Estaba en una máquina de discos, en un bar de Úbeda, y relucía como un pájaro de plumaje muy raro en medio del repertorio habitual de canciones pop de veraneo y coplas rancias. Que hacia 1970 Janis Joplin y George Gershwin hubieran llegado a un bar de cañas y tapas de la Andalucía interior es un indicio del cambio de los tiempos que estaba ya sucediendo entonces bajo el caparazón geológico del franquismo tardío, como esos arroyos que corren ocultos bajo un glaciar en retroceso. También es una prueba de la vitalidad de un compositor que ha perdurado por igual en la interpretación canónica de sus obras extensas y en las versiones cambiantes y hasta insospechadas que músicos de casi cualquier escuela han hecho y siguen haciendo de sus canciones más conocidas. Yo tardé en enterarme de que Summertime no era una canción de Janis Joplin, y más aún en asistir por primera vez a una función de la ópera de Gershwin a la que pertenece, pero la tristeza y la dignidad de esa música me sobrecogían cada vez que volvía a escucharla después de introducir una moneda en la máquina de discos, y su rastro lo he ido siguiendo a todo lo largo de mi educación como aficionado a la música.

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