Domingo de ramos

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Se contagió a Nueva York la atmósfera cálida y festiva de un domingo en Sevilla. Quien no ha pasado inviernos como estos no sabe lo que es la irrupción repentina de abril, de la noche a la mañana, las vegetación estallando en los árboles y en los jardines, las aceras rumorosas de gente que ya no tiene, milagrosamente, cara de soledad o de furia contenida, las terrazas de los cafés y de los restaurantes llenas, con resplandores rubios de cervezas entre los platos de comida, los hombros y las piernas y los escotes muy blancos ofrecidos al sol, con un instinto de liturgia pagana. En la pequeña isla de Strauss Park, en la mañana del domingo, se oyen rezos en español de México transmitidos por altavoces de poco alcance y sobre las cabezas muy morenas hay un vendabal de palmas. Por la orilla del Hudson bajaba y subía el otro río tupido de las bicicletas, los corredores y los patinadores. Bajé hasta Battery Park y apoyado en la baranda desde la que se ven Ellis Island y la estatua de la Libertad me parecía que estaba en la proa de un barco que se internaba en la bahía, rumbo al océano, ya con el aire empapado de olores marinos. Salgo luego a la calle recién duchado, con una camisa y una chaqueta ligeras, oxigenado y apaciguado por el ejercicio, y el simple hecho de caminar por la acera, sin frío, sin viento, con el sol suave en la cara, es una perfección secreta de la vida. Saber, por larga experiencia, que este tiempo no durará, es un aliciente para disfrutarlo más.