Luz de Madrid

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En Madrid el otoño está más avanzado que en Lisboa. Ha anochecido cuando el taxi que nos trae del aeropuerto se detiene en la puerta de casa y nuestra calle es un mar de hojas secas. Llegar de noche parece que es llegar de más lejos. Cuando llegamos en invierno de Nueva York aún no ha amanecido y en ese silencio todavía tan nuevo se escuchan con máxima nitidez las llamadas de los mirlos en los árboles.

Siento que he llegado de verdad cuando salgo esta mañana a la calle y encuentro la luz diáfana y el frío de Madrid. Lisboa está aquí al lado y es como si estuviera mucho más lejos. Asombra cuánta lejanía cabe en tan poca distancia. Me gusta esta luz más dura y afilada, como de pico de diamante, el hábito de ir por la calle con la gorra calada y las manos buscando el abrigo de los bolsillos, el paseo por mi barrio antiguo y querido de Las Salesas, camino de la galería La Caja Negra, donde hay una exposición estupenda de El Roto. Ver los dibujos originales colgados en las paredes, en la galería silenciosa, con el sol de otoño en el suelo entarimado, es un placer muy grande. Qué culpa tiene uno de que lo que más le gusta sea también su trabajo. Luego doy vueltas por ahí, por el parque de la Villa de París, por las calles cercanas a la plaza de Santa Bárbara, y como he estado fuera casi un mes me fijo más en las bellezas modestas y castigadas de Madrid, sus calles vecinales, sus fachadas de ladrillo rojo y balcones de hierro. Qué pena que esta ciudad esté tan maltratada por los que la gobiernan y tan poco cuidada por los que viven en ella. A mí me gusta mucho.

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