Un testigo

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Un hilo frágil del presente con el pasado se ha roto: ya no queda en el mundo nadie que recuerde cómo era estar en el búnker bajo la cancillería del Reich en Berlín, en los días apocalípticos de abril de 1945. Hugh Trevor-Roper escribió una narración histórica memorable, The Last Days of Hitler. Pero él no había estado. Quien podía recordar es ese veterano nunca arrepentido de las SS que acaba de morir a los 97 años, un secundario en el reparto trágico, el último que quedaba vivo. La necrológica del New York Times da escalofríos. Este individuo siguió hasta el final estando orgulloso de haber servido a su amo, y recibía cartas de admiradores. Se acordaba de Magda Goebbels llevando a sus seis hijos a la muerte, los seis con camisones blancos, siguiendo a su madre como patitos dóciles. Después de matarlos con cápsulas de veneno la señora Goebbels bebió champán y jugó solitarios, mientras el búnker retumbaría sordamente con las explosiones de las bombas soviéticas.

Y de pronto uno piensa: ¿no sentiría ese hombre la tentación de mentir, de corregir o mejorar detalles del pasado, sabiendo que no quedaba nadie que pudiera ponerlo en evidencia? ¿No inventaría cosas Pepín Bello en su  vejez, cuando él era el único dueño de los últimos recuerdos de la Residencia de Estudiantes?