Dónde esconderse

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Da escalofrío pensar en ese pobre hombre escondido y fugitivo, Edward Snowden, que quizás no se percató de las consecuencias monstruosas que tendría para él mismo su gesto de denuncia. Ya no hay lugar del mundo en el que pueda esconderse. Ya no hay nadie que no reconozca de inmediato su cara. En la edad de piedra tecnológica de hace setenta y ochenta años Leon Trotsky huía de un país a otro perseguido por Stalin, y cuando creía que había encontrado un refugio volvían expulsarlo por presiones soviéticas. Acabó en México, en una casa fortificada, con torretas de vigilancia, y sin duda sabía que más tarde o más temprano los sicarios de Stalin lo iban a encontrar. La historia de la cacería en la que Ramón Mercader actuó de ejecutor es una de las novelas sin ficción más terroríficas del siglo XX. A Mercader, que no era propenso al remordimiento, lo persiguió siempre el mugido animal de Trotsky cuando acababa de asestarle el primer golpe de pico en el cráneo.

Si entonces ya era tan difícil escapar, quién podrá hacerlo ahora, en este mundo de sistemas de vigilancia omnipresentes, en el que todos regalamos de buen grado nuestros datos más íntimos a compañías que no sólo comercian desvergonzadamente con ellos sino que además los comparten con los servicios secretos de los gobiernos, volcados todos tan paternalmente en protegernos de todo peligro.

Me da pena ese hombre, con su cara joven, con sus gafas de buen estudiante, con su expresión atónita. Ahora su propio país lo persigue con su particular furia punitiva y quienes le ofrecen amparo dan todavía más miedo. Quién se resignaría a una vida bajo la sórdida hospitalidad de Vladimir Putin o de los  maniquíes sonrientes de Corea del Norte. Para los demás, la lección es muy simple: en todo el planeta no queda un solo lugar, ni una isla desierta, ni una cueva en el desierto, donde no puedan encontrarnos, a donde no conduzca infaliblemente el hilo de nuestras pistas digitales.

Leon Trotsky
Leon Trotsky