Las consecuencias de los actos

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He estando viendo de manera intermitente, cada vez con mayor interés y admiración, la primera temporada de esa serie danesa, Borgen. Aparte de su solvencia visual, de la calidad de las interpretaciones, del talento narrativo, hay algo que me seduce sobre todo. Es una historia que trata de la posibilidad de la decencia en la acción política y de las consecuencias de las decisiones y los actos. Es una historia de adultos en un mundo que me parece cada vez más volcado a una especie de adolescencia sentimental y narcisista, en la que cuenta sobre todo “lo que yo siento”, “lo que yo soy”. La política, que se entregó a la publicidad en los mensajes electorales, parece vivir en esa utopía publicitaria y embustera de los anuncios de telefonía móvil: “Elige todo”, “Lo que tú quieras, cuando tú quieras”. Esta serie nos recuerda que eso no es así, ni en la acción política ni en la vida privada. Frente al adanismo atolondrado de los paraísos al alcance de la mano y el borrón y cuenta nueva, muestra la dificultad de hacer cosas necesarias y beneficiosas en la gestión pública, las limitaciones tremendas que la realidad impone, el conflicto, como decía Raymond Aron, no entre el paraíso y el infierno, ni entre el bien y el mal, sino entre lo detestable y lo deseable. Pero la dificultad de la acción también tiene que ver con el hecho de que en una sociedad abierta puede haber intereses del todo legítimos que no sean compatibles entre sí. No, no puedes elegirlo todo, por mucho que insista Movistar. Tomas una decisión después de largas deliberaciones e inseguridades y puede ser una decisión justa que tenga consecuencias imprevistas, unas beneficiosas, otras dañinas. Cada vez me parece más importante aceptar la falibilidad humana, la facilidad con que creemos lo que queremos creer y con la que, incluso guiados por la mejor intención, podemos equivocarnos. La razón es más limitada de lo que parece. Es muy difícil adquirir un conocimiento adecuado de las cosas. Y una gran parte de lo que sucede simplemente no está en nuestra manos.

Por eso es tan importante la profesionalidad de la administración, la transparencia máxima en los asuntos públicos, el control democrático, el trabajo de unos medios informativos independientes y rigurosos. Borgen me enseña el romanticismo y el escepticismo de la democracia; también que, siendo fácil y hasta inevitable el cinismo en muchos casos, hay razones para negarse a él, porque es cierto que la acción política  en la democracia pueda mejorar las vidas de las personas, sobre todo cuando hay un acuerdo básico sobre los deberes y derechos ciudadanos y un impulso de justicia y de igualdad.

También son adultos los personajes, incluso los niños. Eliges algo, con plena convicción, con una voluntad lúcida de actuar bien, y pierdes algo. La vida privada, como la política, es un tanteo permanente, una búsqueda de equilibrios y acuerdos, una preferencia por no abandonarse a lo visceral. Alguien puede decir, despectivamente: un chalaneo, un regateo. Pues sí. El regateo y el chalaneo de los comerciantes y de los administradores pragmáticos ha sido más beneficioso para el mundo que la pureza de los iluminados o que la furia redentora de los salvadores terrenales o celestiales.

No digo que la vida política danesa sea  como la pinta la serie: tan solo que se trata de una excelente representación de los mecanismos de la democracia. Y además se ve la maravillosa Copenhague, paraíso para caminantes y ciclistas, tan admirable en su arquitectura moderna como en la heredada de los siglos. Lisboa, Amsterdam y Copenhague son mis capitales de la Europa atlántica.

Esta noche empezamos la segunda temporada.

 

Y feliz año nuevo…