Una idea de Joyce

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Cada vez estoy más seguro de que una gran novela no es el cumplimiento de un proyecto sino el resultado de una deflagración. En un excelente ensayo que acaba de publicar Letras Libres, el profesor Roberto González Echevarría rastrea en el Quijote las huellas del arrebato inesperado de inspiración que rompió los límites de la forma en el interior de la cual Cervantes había empezado a escribir. Cervantes, sin duda, había planeado una novela ejemplar, y como llevaba escritas tantas y el género le gustaba y se le daba tan bien, se dejaría llevar como un músico que improvisa con liviandad y fluidez sobre un material sin sorpresas. La novela corta, la nouvelle, la novella, es una forma narrativa muy agradecida, tanto para el escritor como para el lector, porque tiene algo de la inmediatez y la unidad de lectura del cuento y a la vez permite amplitudes interiores como las de la novela. Pero algo ocurrió en la imaginación de Cervantes en algún momento de la escritura, una ocurrencia o un deslumbramiento, el vértigo de encontrarse sin el asidero de lo conocido y al mismo tiempo ver delante de sí el paisaje magnífico de una invención que no había sospechado nunca, que nadie había tenido nunca antes que él.

En una fina capa de iridio o de ceniza volcánica intercalada en la secuencia de los estratos de la corteza terrestre los geólogos detectan las trazas del impacto de un meteorito, de una erupción devastadora: casi con la misma claridad se pueden apuntar en una gran novela esos momentos en los que estalló lo inesperado, y en los que el novelista dio el paso en el vacío desde la contención a la desmesura, se encontró provocando una reacción en cadena en la que su voluntad casi no intervino, aunque luego tuviera que dedicar años de esfuerzo a poner en orden en los escombros provocados por la deflagración.

Cuando uno empieza a leer Moby-Dick se encuentra con un relato enérgico de aventuras en el mar, con una voz en primera persona que se parece a la de los libros anteriores que le habían ganado a Melville un público muy abundante, una fama confortable: es la voz de quien ha conocido la exaltación del mar abierto y del peligro, ese pícaro jovial que había desertado de un ballenero, gozado de la licencia sexual en las islas de la Polinesia, sobrevivido a caníbales y naufragios.

Pero de pronto algo sucede, al narrador le ocurren cosas extrañas, se interfiere en su relato un recuerdo más bien siniestro de la niñez, aparece un arponero salvaje, y el hilo épico de la aventura se quiebra, y la novela queda tan desfigurada que ya no parece una novela. No pudiendo soportar presiones interiores que nadie había desatado hasta entonces, la forma de la novela revienta por dentro: lo que Melville tiene ahora que decir, literalmente no cabe en el recipiente heredado. La novela estalla, se rompe en digresiones, quiere abarcar el océano entero y la naturaleza de una ballena blanca y de una conciencia enloquecida no sólo por la obsesión de la cacería, sino por la borrachera del dominio absoluto sobre otros seres humanos hechizados por el terror y contagiados por el fanatismo. Mientras escribía, Melville debía de sentir una excitación parecida a la de Cervantes, hecha a medias de seguridad en el empuje que le llenaba la vida y de miedo ante el desastre con proporciones de naufragio que se le venía encima: publicada la novela, el fracaso fue tan grande, el escarnio crítico tan cruel, que la carrera literaria de Melville, tan prometedora hasta entonces, quedó hundida.

Marcel Proust se topó con el punto de partida verdadero para la gran deflagración de En busca del tiempo perdido justo en mitad de la redacción de un ensayo crítico sobre el crítico Saint-Beuve que a él mismo le aburría. Casi al mismo tiempo que Proust emprendía la novela devoradora a la que iba a entregar todo lo que le quedaba de vida, James Joyce, en septiembre de 1906, en Roma, donde trabajaba con enorme desgana como empleado de un banco, le escribió a su hermano Stanislaus una carta en la que le hablaba de pasada de una idea para un cuento. La carta la cita Gordon Bowker en su biografía reciente de Joyce. Llevaba años escribiendo cuentos breves sobre personajes y lugares de Dublín, y se le había ocurrido uno más, basado en el recuerdo de un percance menor en una noche de borrachera. A Joyce lo habían dejado tirado en un callejón después de una paliza, y un conocido, un hombre mayor que él, un tal Mr. Hunter, lo había ayudado a levantarse y lo había llevado a su propia casa para que se recuperara. Un mes después, en otra carta a Stanislaus, el cuento ya tiene título, pero poco más. En un título puede caber una posibilidad de expansión orgánica tan formidable como en una semilla de secuoya. Los cuentos de Dublineses tienen cada uno una contención tersa y honda como de Chéjov o Maupassant, y el último de ellos, Los muertos, se extiende ya con maestría suprema hacia las dimensiones de la novela corta.

Pero Ulises es una explosión, un meteorito, una erupción volcánica que dura todavía, y Joyce lo tardó en escribir no las pocas semanas en las que habría completado un cuento, sino los siguientes dieciseis años de su vida. La fuerza generadora del Quijote estalla en el momento en que la figura del hidalgo loco se confronta con la del escudero Sancho Panza. La colisión de Ahab y de la Ballena Blanca provoca la reacción en cadena de Moby-Dick, que desborda al narrador Ishmael igual que las formas aceptadas del arte de la novela. Stephen Dedalus había sido el personaje central único de la imaginación de Joyce, el trasunto de su propia figura: al encontrarse con su contrapunto, el judío, el cornudo, el bondadoso Leopold Bloom, Stephen Dedalus deja de ser la sombra adolescente y narcisista de su autor para adquirir una presencia soberana, y cada uno de los dos, cruzándose, viéndose de lejos, encontandrándose, acaba tejiendo a su alrededor el universo completo y también caótico de una ciudad entera en algo menos de un día

Y los dos, Bloom y Dedalus, nos conducen al cabo de sus caminatas por todos los lugares de la conciencia y de la realidad que la literatura no había sabido abarcar hasta entonces –igual que hasta Cervantes la ficción en prosa no había querido ni sabido relatar el mundo de todos los días- hacia una última explosión, la más temeraria, la más desvergonzada, el monólogo silencioso de Molly Bloom, su corriente de conciencia tan caudalosa que desborda cualquier límite de puntuación o de decencia que intentara oponérsele.

Vuelvo a Ulises porque he leído la biografía de Joyce de Gordon Bowker, que no llega a la de Richard Ellman, porque eso es imposible, pero que tiene la virtud de despertarle a uno de nuevo el amor por el gran cegato borrachín. Me gusta imaginarlo en Roma, lóbrega en invierno, ideando detalles para ese cuento que se le acababa de ocurrir, íntimamente feliz al pensar en su título inesperado, Ulises.

Publicado en el EL PAÍS (Ed. Impresa 29/12/2012)