El nombre del malvado

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Hay épocas que exhalan una atmósfera peculiarmente inmunda, como una halitosis colectiva: la Francia ocupada, por ejemplo, el París de la ocupación alemana, sobre el que Alan Riding escribió un libro memorable, Y la fiesta continuó.  Hubo otro antes que también me gustó mucho, y que creo que no llegó a traducirse, The Shameful Peace, de Frederic Spotts. Ahora he descubierto Noche y niebla en el París ocupado, de Fernando Castillo, publicado por Fórcola, una de esas pequeñas y valerosas editoriales que han ido apareciendo en España en los últimos tiempos. El libro de Castillo es algo desordenado pero está muy bien escrito, y se le nota mucho desde la primera página, y él lo declara así, el amor por Patrick Modiano, que ha contribuido más que nadie a modelar nuestra manera de imaginar ese período.

Por esta  Noche y niebla transita un personaje que está a la altura moral de la época, César González-Ruano, que había sido corresponsal en la Roma de Mussolini y luego en el Berlín nazi(la cabra tira al monte), y que en París se dedicó a negocios tan turbios que cuando unos hampones franceses al servicio de los alemanes lo detuvieron por la calle llevaba consigo nada menos que las llaves de cuatro viviendas distintas, doce mil dólares en efectivo y un pasaporte de un país sudamericano con un espacio en blanco para el nombre del titular.

Pero el sujeto más siniestro de todos, muy novelesco a su manera torva, presenta un grave problema para un novelista. Es un policía español que trabaja en la embajada franquista, y que tiene la misión de perseguir a prominentes republicanos españoles. Se llama, se llamaba, nada menos que Pedro Urraca. ¿Cómo ponerle ese nombre a un canalla en una novela? Este Pedro Urraca detuvo, en compañía de policías alemanes y de la Francia de Vichy, a Cipriano Rivas Cherif, el cuñado de Manuel Azaña, al socialista Julián Zugazagoitia y a Lluis Companys. En su exilio francés Zugazagoitia había tenido tiempo de escribir una de las historias más veraces y más desgarradas de la guerra civil, Guerra y vicisitudes de los españoles, con una altura de miras y una capacidad autocrítica que en la España y en la izquierda de hoy serían excepcionales. A Companys y a Zugazagoitia, como a tantos otros deportados, los fusilaron en seguida en España. A los franceses de Pétain y a los alemanes parece que les espantó tanto la crueldad vengativa de las nuevas autoridades españolas que se negaron a seguir colaborando con ellas, lo cual no deja de ser inaudito.

Por el libro de Fernando Castillo pulula una galería de personajes oscuros que da unas veces asco y otras asco y grima, como rozar en la oscuridad una cosa húmeda. El policía Pedro Urraca, con su nombre de malvado inverosímil, vivió tranquilo muchos años, gran parte de ellos como funcionario de la embajada española en Bruselas, y murió en Madrid en 1989: casi ayer mismo. Y entre 1922 y 1948 escribió unos diarios que parece que nadie ha leído y que según Fernando Castillo  están depositados en los archivos de la Generalitat…