El fulgor de un relámpago

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Si se está en Madrid o se viene de viaje no hay excusa para no ver en el Prado el Descendimiento de Caravaggio, que solo estará aquí hasta el 18 de septiembre. A partir de entonces para volver a verlo habrá que ir a los museos vaticanos. Fui hace unos domingos con Antonio y Elena, y tengo apalabrado con Miguel regresar con él dentro de unos días, cuando pase el barullo eclesiástico. Sorprende su tamaño, su escala, aunque uno echa de menos una sala más recogida, con una luz menos neutral de museo, una luz de capilla de iglesia. José de Arimatea sujeta los pies del Cristo muerto con el esfuerzo físico de un cargador de muelle, con esa dignidad que da siempre Caravaggio a la gente pobre Sus pies descalzos se asientan sobre la gran losa de piedra que cubrirá el sepulcro con una majestad de raíces de árbol. Las dos manos abiertas de María Magdalena se alzan en la negrura en un gesto arcaico de luto y de oración. Es un momento privado y nocturno en el que no existe ni un indicio del porvenir teológico de esa escena: son personas afligidas que se disponen a enterrar a un ser querido que ha sido ejecutado de manera infame en una cruz, un cuerpo que pesa más porque es el de un muerto y no tiene color y está empezando a ponerse rígido.

En la librería del museo compro una biografía que ya he leído hasta la mitad, escrita con conocimiento y sensibilidad y con mucho pulso narrativo por Andrew Graham-Dixon. Un buen historiador del arte enseña a mirar de verdad lo que uno tiene delante de los ojos. El arte de Caravaggio está hecho de oscuridad y de luz, dice Graham-Dixon. Mirar sus cuadros es como mirar el mundo en fogonazos de relámpagos. Delante de un cuadro de Caravaggio hay que abrir tan de par en par los ojos como si fuera a desaparecer dentro de un segundo. Pero sigue ahí, continúa sucediendo. Qué angustioso es mirar, y qué difícil apartar la mirada.