La buena vida

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Distingo de lejos a mi amigo entre la gente del café y noto con alivio que la quimioterapia no lo ha desfigurado. Sigue teniendo su gran sonrisa, sus ojos muy vivos, su pelo gris intacto. Nos vimos por última vez hace menos de dos meses, pero en este tiempo ha descubierto que tenía cáncer. Me escribió para contármelo: 67 años después de escapar de los nazis, me decía, me enfrento por primera vez a un enemigo peor que ellos. En 1944, cuando tenía seis años, él y su padre escaparon del pueblo que los alemantes acababan de ocupar, y sobrevivieron escondidos en un bosque hasta la llegada de los rusos. Su madre estaba enferma y no se encontró con fuerzas para acompañarlos en la huida. Al poco tiempo fue asesinada.

Como muchas personas que han sobrevivido a experiencias terribles, mi amigo carece de resentimiento y tiene una actitud afirmativa y generosa hacia el mundo: el amor de su mujer, la literatura, las películas, la vida española, la música, la lengua francesa,  que ha vuelto a estudiar en los últimos años con fervor de colegial. Hemos quedado hoy para tomar café porque mañana tiene de nuevo sesión de quimioterapia;  no para comer, porque me dice que le falta apetito. En la acera de la Novena Avenida, en Chelsea, hay un sol tibio de casi primavera que entra por los ventanales del café y reluce en los altos vasos de agua con hielo que en Nueva York ponen en todas partes. Nos reimos del nuevo eufemismo que está abriéndose paso: ahora, cuando los camereros te preguntan por el agua que quieres tomar, no dicen, aparte de sparkling o still, lo que decían antes, tap water. Así que ahora preguntan: sparking, still or New York water? New York water suena mucho más distinguido que agua del grifo.

Mi amigo me mira y me dice con tranquilidad: “lo que más me sorprende es que no tengo ningún miedo de la muerte. Si los tratamientos fallan me dará mucha pena no ver más a mi mujer, y no seguir viviendo una vida que me gusta mucho. Pero morir, morir, no me da miedo. Hasta se me olvida.”