Valle del recuerdo

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Cuando los provincianos antiguos viajábamos a Madrid un día quedaba reservado para la excursión al Escorial y al Valle de los Caídos. Yo fui a los 14 años, haciéndoles compañía a mis abuelos maternos, que se habían sumado a un grupo de paisanos para visitar la Feria del Campo. A un chico de 14 años sus abuelos le parecen alojados en una vejez inmemorial. Ahora que lo pienso, los míos eran bastante jóvenes, Manuel con 67 años, Leonor con 66. En alguna foto me veo con ellos y tengo ese aire de adolescente entre ensimismado y enfadado que tiempo después iba a sorprender en mis propios hijos, cuando les infligía un régimen excesivo de monumentos y museos. Salvo los franquistas exaltados, la gente iba entonces al Valle de los Caídos por el mismo motivo que iba al Escorial, porque era lo que hacía uno cuando viajaba a Madrid, y porque una parte de la vida tenía misteriosamente que consistir en extenuarse recorriendo espacios monumentales que pertenecían al vago mundo de lo histórico. La gente trabajadora empezaba a hacer viajes de un turismo rudimentario, a la playa o a las cuevas de Nerja, a las Fallas de Valencia, a la Alhambra de Granada, a la mezquita de Córdoba. Les imponía un respeto tremendo la escala de las construcciones, y, como eran gente práctica, les intrigaba cómo se habría podido levantar todo aquello, en épocas antiguas en las que todo dependía del esfuerzo humano y la tracción animal. Aunque a veces el pasado los desconcertaba. Un tío mío volvió indignado de una expedición en autocar a las ruinas de Itálica: “¡Nada más que bardales derrumbados, comidos de jaramagos! Podían haberse molestado en arreglar un poco todo ese desastre, en limpiar tanta mala hierba…”.

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Cruz del Valle de los Caídos/ Reflejo en un estanque
Cruz del Valle de los Caídos/ Reflejo en un estanque. Fotografía de Xosé Luis Frías publicada bajo Licencia Creative Commons (Reconocimiento-NoComercial 2.0 Genérica)