Kékszakállú

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Con qué don de apasionada claridad explica alguien aquello que sabe hacer muy bien, lo que disfruta tanto haciendo(si no lo hiciera tan bien, no lo disfrutaría tanto; si no lo disfrutara tanto no lo haría tan bien). Cenamos anoche con Josep Pons y mientras se come el plato más simple del menú -unos spaghetti con ajo, aceite y guindilla- nos habla de las destrezas necesarias para dirigir una orquesta, para lograr el unísono de tantos instrumentos diversos, de tantos caracteres, y nos cuenta su introducción a la música, cuando era un niño cantor en la escolanía del monasterio de Monserrat, entre los diez y los catorce años. En su familia no había educación musical: su padre trabajaba en una fábrica de hilados a las afueras de Barcelona. Se presentó la oportunidad de mandar al chico con una beca a Monserrat. El padre le preguntó a Josep qué le parecía, y él dijo, “Pues bueno”, sin saber bien por qué, y de ese modo tomó la decisión que iba a encauzar su vida.

Se acuerda con cariño de aquel internado, donde dice que aprendió más que nunca. También se acuerda de cómo lloraba el primer año, lo solo que se sentía. Su padre, viéndolo tan triste, le preguntó, “¿Quieres dejarlo y volver a casa?”. Y él dijo: “No”. Nos cuenta que gracias a Monserrat su formación es puramente polifónica: cuatro años cantando Palestrina, Victoria, toda la gran polifonía del Renacimiento. Él era un niño cantor cuando trescientos intelectuales de Cataluña se encerraron en el monasterio, y se acuerda de los grises y de la guardia civil rodeando el recinto, y del coraje sereno con que resistieron los monjes, renunciando a cenar para repartir sus raciones entre los encerrados. En Monserrat vio a Bernstein, a Messiaen, a Penderecki. Allí vio por primera vez la partitura del Réquiem de Ligeti.

Un director ha de hacer que prevalezca su visión de la obra y al mismo tiempo tener presente la personalidad y las posibilidades de cada músico: la partitura que él escucha en su cabeza ha de adaptarse hasta cierto punto a la singularidad de la orquesta, imponiéndose, hasta cierto punto, cediendo, hasta cierto punto también. “Lo siento, pero una orquesta no es una democracia”. Le cuento que Duke Ellington no componía en abstracto, sino pensando en el carácter de cada uno de sus instrumentistas, a los que conocía muy bien, pues llevaba toda la vida con ellos. Cuando dirigía la orquesta de cámara del Teatre Lliure Josep disfrutó dirigiendo algunas suites orquestales de Ellington.

Y a la altura del tiramisú nos habla de las veces que ha dirigido una de las óperas que a mí más me gustan, El castillo de Barbazul, de Béla Bartók. Yo me acuerdo del nombre de Barbazul en húngaro, que suena tantas veces en la ópera, como un conjuro: Kékszakállú. Y entonces Josep me explica algo que ilumina mi percepción de la obra: el húngaro es una lengua rítmica, a diferencia de las nuestras, el castellano que todos compartimos en la mesa, el catalán de Josep: repite el nombre, con sus vocales y sus consonantes tan enigmáticas, y en cada sílaba nos indica su valor rítmico, dibujando con un bolígrafo sobre una servilleta: del ritmo de ese nombre, de las palabras de la ópera,surge la música, no adaptándolas a su melodía, sino emanada de ellas. Y Josep Pons, sosteniendo una cucharada de tiramisú, redondea los labios como si fuera a imitar un aullido de barbazul convertido en hombre-lobo  y repite la palabra seductora y temible, como si contara un cuento de miedo ante un auditorio cautivado:

¡Kékszakállú…!